jueves, 3 de marzo de 2011

(Sigh)

Y así empieza otro día en la jungla de cemento. Las caras largas de siempre. Las mismas caras en su afán eterno de evadir miradas. Quien lea mi piel pensará que me escondo. Mentira. Solo quiero evitar perderme en vidas ajenas, permeándome en dolores agridulces. Y no es cobardía. Después de todo, ellos me miran de la misma manera, ajena a su mundo distante a sus pretenciones, como enajenada por mi propio dolor. Ahora soy yo quien evade miradas con un miedo constante a encontrarme con historias trágicas de soledades, mundos llenos de rencor, seres autómatas que caminan buscando salidas a laberintos de espinas. Se topan conmigo, rebotan en mis duelos, se filtran entre anhelos y venganzas. Me miran, como si sus almas fueran ajenas a mi dolor, a esa pérdida de un todo que divaga en la nada (y tal vez lo son). Surge una necesidad por entender a quien me mira a quien me toca, a quien me entiende y a quien me odia. Mi mente vuela entre miradas fijas que me juzgan, vidas que penden de hilos de plata. Se sientan en mi mesa, se acomodan sin pedirme permiso. Se instalan en lugares que tenía reservados para entes frágiles que pudieran llegar a alimentarse de mi. Instalan barreras para resguardarse de un posible ataque de mi ego o alguna emboscada de mi conciencia. Y no es que me moleste su presencia. No. La verdadera molestia llega cuando mi inconsciente demanda explicaciones y cuestiones cuyas respuestas desconozco. Y descubro que la capacidad de evadir preguntas me fue arrebatada cuando decidí ignorar mi razón y seguir las leyes de mi voluntad. 

... Y por primera vez en mucho tiempo, me hizo dudar. 






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