lunes, 27 de junio de 2011

Antología

Cae la tarde y yo cada vez más tenue, recordando sus ojos fijos en mi mirar. Las historias de las noches interminables se entrelazan entre memorias de amaneceres llenos de cal. Lo oigo a lo lejos. En cada suspiro, a lo lejos. Se despierta ese afán incansable por estirar mi mano y tocar sus labios, morder sus ojos, atravesar el valle de sus manos y caminar por cada uno de sus poros. Y recuerdo el olor de su espalda mezclado con el oro del amanecer que penetraba cada una de las ventanas de lo que algún día fue mío, sus párpados abriéndose al ritmo de los latidos acelerados de mi garganta, ese olor que me atormenta mis noches más calmadas y aplaca hasta la más degradada pesadilla. Vuelvo a mí solo para vestirme de primavera y recordar la puerta entreabierta por donde se escapó todo miedo que quejaba mi existencia junto a él. Vuelvo solo para amarlo en lo que tarda en salir un suspiro.

Cae la noche y mis manos cansadas lo buscan entre puertos lejanos. Mis ojos lo buscan entre gentes hipócritas impregnadas de licor. Mis labios, finalmente lo encuentran sentado en mi dolor, como si cada uno de sus recuerdos aligerara el peso que recae en mi.  Y caigo en el sabor agridulce de su espalda, me hundo en las enredaderas que forman sus dedos en mi cuello. Recuerdo su mirada y por un momento entiendo que la felicidad está en cada uno de los respiros que salen de su boca, en cada viaje que emprende al infinito mundo de mis labios, en cada palabra que despide su mirada cada vez que sonríe y me recuerda bailando entre sus manos. Es en ese (y solo en ese) preciso momento, que mi existencia se vuelve polvo solo para nadar hasta la punta de sus dedos y quedarse en él.

1 comentario: